LECTURA


    Índice de la página

1.
Plan de LECTURA


TEXTOS NARRATIVOS
2.
Felisberto Hernández: "El cocodrilo"
3.
Ana María Matute: "La rama seca"
4.
Horacio Quiroga: "A la deriva"
5.
Marco Denevi: "Cuento policial"
"Esquina peligrosa
6.
Gabriel García Márquez: "Un día de estos"
7.
Leo Maslíah: "La máquina del tiempo"
"AAAAAAAAAA"

"Hipérbaton"

"La orquesta del doctor Dalesius"

"El concierto"
8.
Juan José Morosoli: "Los carboneros"

"La industria"

"La lluvia"
9.
Anónimo egipcio: "La leyenda de Osiris"
10.
Mario Benedetti: "El puercoespín mimoso"


11.

Romancero español

Federico García Lorca

Líber Falco

Ruben Lena

Ruben Blades

Fito Páez y Joaquín Sabina




1. Plan de LECTURA

 Es muy importante que ya vayas pensando en tu propio PLAN DE LECTURA. Esto es una serie de autores, temas, o clase de textos  que por alguna razón  te interese, organizados en el tiempo de acuerdo a tus posibilidades de lectura.


    Más o menos podría ser así:



      AUTOR
TÍTULO
TIEMPO-FECHA
Idea Vilariño
En lo más implacable de la noche
junio
Quino
La aventura de comer
junio
Ana Frega
Pueblos y soberanía en la revolución artiguista
junio-julio



     El contenido, naturalmente, lo elegirás tú. Este ejemplo de plan, puede ser modifIcado de acuerdo a tus necesidades. Presta especial atención a los tiempos: la intención es que leas un poquito cada día. Lee, lee, lee aunque a veces solo puedas apenas 10 minutos, pero no dejes de hacerlo.


     En ocasiones, sentirás interés por TEMAS que aparecen expuestos en revistas o diarios. En ese caso, el registro en tu plan será diferente:

TEMA                             PUBLICACIÓN/N°/fecha                    TIEMPO-FECHA 


Ciencia y tecnología          "Conozca más" Nº 123                             ***
       
La mujer y la libertad        "El Correo de la Unesco"junio2011          ***  




     Cuando tengas tu PLAN DE LECTURA pronto, puedes enviarlo al  correo electrónico siguiente: 

 Correo de clase



Recuerda que la Biblioteca liceal tiene amplios horarios para que la visites.
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TEXTOS  NARRATIVOS



2. Felisberto Hernández



                                 El cocodrilo




En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.



El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.


De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.


Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.


Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:


-¿Qué quieres?


-¿Está el dueño?


-No hay dueño. La que manda es mi mamá.


-¿Ella no está?


-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.


Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:


-Voy a esperar.


La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.


Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:


-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...


Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:


-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.


Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:


-Es necesario que piense un poco.


Ella contestó:


-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.


De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:


-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?


Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:


-Ella era una mujer que lloraba a menudo.


Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:


-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.


Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:


-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.


Y me fui sin mirarla.


Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:


-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...


Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:


-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...


A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:


-¡Ay! Llora por un recuerdo...


Después el dueño anunció:


-Señoras, ya pasó todo.


Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:


-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.


Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:


-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...


Intervino el dueño:


-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.


-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?


-No, con media docena...


-La casa no vende por menos de una...


Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.


Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.


Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:


-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!


Y la voz enferma del gerente le respondió:


-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...


El corredor interrumpió:


-¡Pero a mí no me salen lágrimas!


Y después de un silencio, el gerente:


-¿Cómo, y quién le ha dicho?


-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...


La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.


Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:


-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.


-¿Y por qué?


-¡Yo qué sé!


Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.


-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.


Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:


-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.


-Venga mañana y hablaremos de eso.


Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.


-¿Así que usted llora por gusto?


-Es verdad.


-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.


Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:


-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.


Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.


Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.


De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:


-¿Qué le pasa?


Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.


Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...


Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...


El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.


Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:


-¡Cocodriiilooooo!!


Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:


-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.


Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:


-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?


Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:


-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?


Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:


-Lloro únicamente de día.


No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:


-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.


A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."


Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".


Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"


Por fin vino y me dijo:


-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.


Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:


-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.


Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.


Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:


-Déme de esa última.


Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.


Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:


-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.


Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:


-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.


Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:


-¿Whisky Caballo Blanco?


Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:


-Caballo Blanco o Loro Negro.


Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:


-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".


-Es verdad, me gusta.


Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.


Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.


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3. Ana María Matute
España  1926

La rama seca


1
     Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
     -Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
      Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
     Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
     -¿Qué haces, niña?
     La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
      -Juego con "Pipa" -decía.
     Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
     -¿Con quién hablas, tú?
     -Con "Pipa".
   Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
     -Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos...
     -Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
    Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
    -Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía.

2
     Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa". -La muñeca -explicó la niña.
     -Enséñamela...
  La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
     -No la veo, hija. Échamela...
     La niña vaciló.
     -Pero luego, ¿me la devolverá?
     -Claro está...
    La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
     -¿Me la echa, doña Clementina...?
   Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
     Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa".
    -"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contarel lobo está ahora escondido en la montaña...
     La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
     -Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...
   Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.

3
     Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
     -¿Y la pequeña?
    -Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
     -No sabía nada...
     Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
    -Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
     Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
     La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
     -¡Pascualín! ¡Pascualín!
     Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
      -Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
     La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
    -Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
      Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
     -Pascualín -dijo doña Clementina.
     El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
  -Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
     Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
     -¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
     Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
     - Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
    El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
    -Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
    -Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
  -Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.

4
     A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
      Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
    -¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!
     Cortó sus exclamaciones.
     -Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
     Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
     -Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
    La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
   -Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.  
   Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
   Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
      -No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
     La madre empezó a chillar:
    -¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
    Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
     -No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
   Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
   -¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...! Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
    -Te traigo a tu "Pipa".
   La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
    -No es "Pipa".
   Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
    -Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos...
     -¿Se va a morir?
   -Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!

5
    En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.

6
     Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
   -Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!


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4. Horacio Quiroga





             A la deriva


     El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
     El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
     El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
     El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
     Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
     -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
     -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
     -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
     -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
    -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
     Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
     Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
     El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
     La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
     La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
     -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
     -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
     El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
     El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
     El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
     El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
     ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
     Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
     De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
     ¿Qué sería? Y la respiración... 
     Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
     El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
     -Un jueves...
     Y cesó de respirar.




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5. Marco Denevi     (Argentina: 1922-1998)

Cuento policial

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escirto que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.



Esquina peligrosa


El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.

Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.

Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.

-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.

El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.

Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:

-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.

El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

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6. Gabriel García Márquez       (Colombia, 1927)      

Un día de estos
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.




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7. Leo Maslíah                                     

Foto de: https://vos.lavoz.com.ar/musica/leo-masliah-ya-no-existen-conflictos-esteticos
Cantautor, poeta y escritor uruguayo, nació en Montevideo en 1954.
Inicia su actuación en el año 1978 en Uruguay como autor e intérprete de música popular, ha editado más de veinte discos y ha compuesto y ejecutado música de cámara y sinfónica en Uruguay y Argentina.
Publicó veintitrés libros entre novelas, cuentos y obras de teatro, participando en varias puestas en escena de obras propias y de otros directores. La fundación Konex lo nominó en 1994 entre las cien mejores figuras de las letras argentinas entre 1984 y 1994.


Bibliografía: Hospital Vecinal(1983), Un detective...(1984), Historia Transversal(1985), El show de José Fin(1987), Tres obras de Teatro (1987) Pastor de cabras perfectas (1991), El gentilhombre (1994), La décima pista (1995), Ositos(1997), Líneas (1999),Servicio de habitación(2002), Tres idiotas en busca de un imbécil (2006), etc.
                                                                                           Fuente: http://www.bn.gov.ar/abanico


La máquina del tiempo

      —Este es el más directo antecesor de mi máquina del tiempo —explicó el doctor Dalesius al grupo de estudiantes que realizaba la visita guiada a su laboratorio. Se detuvo junto a una silla de aspecto corriente.
A ver, necesito un voluntario. Usted —dijo dirigiéndose a Manuel, uno de los estudiantes.
Siguiendo instrucciones del doctor, Manuel se sentó en la silla. Dalesius entonces consultó su reloj.
Son exactamente las cuatro y diez —dijo—. Ahora les pido un poco de paciencia, y van a ver lo que sucede.
¿Manuel puede correr algún peligro, doctor? —preguntó preocupada una de las muchachas del grupo, llamada Meredith.
No, quédese tranquila —contestó él.
¿Es seguro que va a poder regresar a nuestro tiempo?— preguntó otro.
No se preocupen por mí —dijo Manuel—. Quiero hacer esta experiencia. No me importa si no puedo regresar.
Eso es seguro —afirmó el doctor Dalesius—: regresar no va a poder.
Qué horrible —dijo Meredith—. No volver a verlo jamás.
Perdón —le dijo el doctor, poniendo una mano sobre su hombro—, pero esta máquina funciona al revés de lo que usted piensa. Si el chico regresa al momento del que partió, entonces usted no va a poder volverlo a ver. Fíjense en esto. Manuel —ordenó—, puede levantarse.
El estudiante se puso de pie y caminó unos pasos. Dalesius volvió a consultar su reloj.
Ahora son casi las cuatro y doce minutos —dijo a todo el grupo—. Como pueden ver, este muchacho viajó un poco menos de dos minutos hacia el futuro. Si hubiera regresado al momento del que partió, no lo veríamos más. Él estaría pisándonos los talones durante el resto de nuestras vidas, sin que tuviéramos forma alguna de percibirlo.
Hola —dijo entonces alguien desde otra de las sillas que había en el salón. Todos miraron hacia allí y vieron a Meredith, que los saludaba agitando una mano. Pero Meredith, por otra parte, estaba al lado de Manuel y del doctor Dalesius. Había dos Meredith en el salón.
Qué es esto. No entiendo nada —dijo otro de los estudiantes. Y Meredith, la original (si podía llamársela así), muerta de miedo, se aferró a un brazo del doctor. No sintiéndose sin embargo suficientemente segura de esta manera, soltó al doctor y se aferró a Manuel.
¿No recuerdan nada de lo que pasó, verdad? —dijo la segunda Meredith, sonriendo—. No, claro. No pueden recordar algo que todavía no vivieron. Ustedes recién están en el momento en que Manuel se levantaba de la primera máquina. Dentro de cinco minutos, más o menos, el doctor Dalesius nos va a mostrar su segunda máquina, que es ésta en la que estoy sentada —la silla tenía unos extraños posabrazos llenos de cables— y yo me voy a ofrecer como voluntaria. Esta máquina me va a transportar unos diez minutos hacia el pasado, o sea, hasta este momento.
¿Y yo? —preguntó la Meredith original— ¿Qué va a pasar conmigo?
Usted puede retirarse —le dijo el doctor Dalesius—. No la necesitamos más.


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AAAAAAAAAA




La madre del monstruo estaba ahí, con la cuchilla contra el pescuezo de su hijo, tratando de pensar con claridad. Lo había maniatado tomándolo por sorpresa mientras dormía, y no sabía si matarlo o prolongar su miserable y nociva existencia por unos años más, hasta que las tensiones musculares originadas en su propia deformidad acabaran por despedazarlo.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó, como para despejar su mente de disquisiciones superfluas.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó también el monstruo, aterrorizado ante la presión de la hoja de acero contra su garganta.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó la madre, tratando de ahuyentar el impulso de cortar ese cuello sin más demora. La tentación era fuerte, pero no podía ceder ante ella así como así, sin estar completamente segura de que estaría haciendo lo correcto.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó el monstruo, para atemorizar a su agresora.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó ella, mostrándole que no era fácil de intimidar.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó el, agobiado por la impotencia. Cuatro vueltas de alambre de púa mantenía sus piernas y sus brazos fijos las unas contra los otros.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó la madre, queriendo infundirse ánimos para asestar la puñalada fatal.
—¡AAAAAAAAAA! — gritó el monstruo, tratando de impostar la voz y de imprimirle vibrato, como para apelar a la sensibilidad musical de la mamá.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó esta, queriendo acallarlo.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó él, sumido en la desesperación de no saber ya qué hacer.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó ella, para ver si repitiendo lo que decía su hijo podía entenderlo mejor.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó el, pensando que si hasta ahora el gritar así lo había mantenido a salvo del avance de la cuchilla, lo mejor que podía hacer era seguir gritando.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó ella, sin razón aparente, y quizá solo porque era su turno.
—¡AAAAAAAAAA! —gritó el, y este grito sonó como una amenaza de que la próxima vez gritaría mas fuerte.
Bien niños, eso es todo por hoy. Mañana estudiaremos la letra "b".

 

Hipérbaton*

El señor Pithon Baer de su oficina salió. Al garaje fue. Dio propina una al cuidador. Su auto sacó. Transitó la rambla por, hasta a chalé su llegar. Y aquí de esto la más importante parte comienza: chalé vacío estaba el. Lo desvalijado habían. Hasta las habían robado valijas le. Los vacíos estaban roperos. El también de la cocina armario.Ni un heladera de gramo en la carne quedaba. Ni cagar había dónde, inodoro el porque ya no estaba. Tampoco el teléfono, así que Pitón Baer a comisaría la fue.
La declaración tomaron, de y como noche era y como a él le robado la habían cama, le permitieron dormir en de las celdas una.
Una vez en ella, Baer comprobó Pitón que cama ahí tampoco había. Durmió pero. Al despertar, todos los policías los de la comisaría habían sustituidos sido por los del otro turno, y todos tomaron lo por un reo. Lo cagaron a palos a, lo interrogaron, y feas le dijeron cosas. Le dieron de comer no.
La noche se aclaró recién en el equívovo, lo y liberaron.
-Sí, cosa la pero no termina ahí-él les dijo-tienen encontrar al ladrón de mi casa que.
-Eso es otro precio. Sonrisa le dijeron una con.
Optó Pithón Baer detective privado por contratar a un. Le cayó vidrio a uno en el de cuya puerta la de oficina leerse podía “Suárez Mórtimer, ciones investiga”.
Pithon debió esperar y soportar el otro que se cinco fumara toscanos en antes de materia entrar.
-Cuénteme todo lo que hizo días en los últimos- Mórtimer por fin dijo.
Pitón se extendió todo en el detalles con lujo de tema. Cinco entonces Suárez se fumo toscanos más, y dijo:
-Sospecho del garaje del cuidador. No le basta con la quizá propina que usted le da.
¿Sabe en ese garaje si se camiones guardan?
-Varios, sí.
-Entonces las cosas de su casa en qué llevarse tuvo. Debe ser él.
-No, ningún tubo se llevó.
-No de tubos hablo. Que digo tuvo que ser él.
-Entiendo, ¡ah! Pero…¿si y no?
-¿Sí y no? Imposible. O él es culpable, o lo no es.
-Si no es le estoy preguntando puede ser quién.
-Sé no, ah.
-¿Y no por qué lo averigua?
-Porque un especulativo soy detective, a la usanza vieja. En mi mente todo resuelvo yo, al de Agatha Christie estilo.
-Lárgate, okey te si mis métodos, no gustan.
-Sí que claro. Eso lo que es haré.
Y hizo así lo, no muy cortésmente de madre la de Kant acordándose.

Leo Maslíah (2009) La bolsa de basura. Ed. Menosata, Montevideo
*Hipérbaton: inversión del orden sintáctico habitual de las palabras.



"LA ORQUESTA DEL DOCTOR DALESIUS"

Oído absoluto : dícese de la capacidad que tienen algunas personas para determinar, al oír un sonido cualquiera, cuál es la nota musical cuya frecuencia le es más próxima.
El concierto dio comienzo colmando plenamente las expectativas del público en cuanto al tiempo utilizado por los músicos para afinar sus instrumentos o para instalarse cómodamente frente, junto, sobre, o dentro de ellos.
Lo primero en sonar había sido la boca del violinista, que no tenía oído absoluto pero sí cuerdas vocales absolutas, de modo que cantaba él mismo el "LA" que necesitaba como referencia para afinar. Enseguida consultó al contrabajista en cuanto a si la nota que cantaba y la que tocaba, en la segunda cuerda, se parecían en algo. Un glissando del trombón fue barriendo luego sucesivamente una infinidad de notas entre las cuales se hallaban las referencias requeridas por el resto de los ejecutantes.
El público, por una feliz coincidencia, estaba compuesto en su totalidad por personas provistas de un sentido absoluto de la vista, de modo que, pese a la deficiente iluminación del teatro, ningún espectador tuvo dificultad en apreciar que la casaca del violinista era beige, la camisa del trombonista era bordó, la chaqueta del saxofonista era ámbar, la campera del xilofonista era verde y la chomba del bandoneonista era carmín.
La flautista, que tenía olfato absoluto, había percibido ya, en los camarines, que la chelista se había puesto perfume Crazy de Krizia, que el violinista tenía Fleurs de Orlane, el trombonista Chanel número cinco, el saxofonista Pesadilla seis, el baterista La Muerte de Freddy y el contrabajista llevaba cuatro días sin bañarse. El xilofonista, si bien no era demasiado virtuoso en el manejo de su instrumento, tenía un sentido absoluto del pensamiento (en la cultura tradicional de la India, el pensamiento es considerado como uno de los seis sentidos), de manera que podía saber, en todo momento y con relación a cada uno de los espectadores, qué nota se esperaba que él tocara. De este modo supo que, luego de las primeras notas, la gente prefería que se mantuviera callado. Ejercitó entonces su sentido del pensamiento para dictaminar que la flautista era kantiana, el violinista heraclíteo, la chelista bolchevique, el trombonista gay, el saxofonista mormón, el bandoneonista anarco, el baterista cuáquero y el contrabajista hippie. Este individuo, dotado de un sentido absoluto del tacto, sabía que su instrumento era de madera. Y aunque lo había averiguado por otros medios, estaba enterado también de que sus calzoncillos eran de franela, su camiseta de algodón, sus calcetines de fibra sintética y el vestido de la chelista de arpillera italiana.
Esta mujer, aunque nadie salvo ella lo sabía, estaba dotada de gusto absoluto, pero un sentido (no innato sino adquirido) del decoro, bastante acendrado, le impedía andar por ahí lamiendo al resto de la orquesta y a los espectadores para obtener información sobre ellos. No pudo saber, tampoco, por qué el concierto no era del gusto del público, ni cuál era la causa de que éste se hubiera dividido en dos grupos: los que se iban de la sala y los que se quedaban a tirar tomates a la orquesta.
El cronista de un importante medio de prensa, en su artículo, explicó esto diciendo que la obra ejecutada "no tenía absolutamente ningún sentido".


Una narración escrita en verso

EL CONCIERTO

Era un concierto de música culta
y renacían las fuerzas ocultas
de los antiguos maestros geniales,
de los eternos, de los inmortales.

Era un concierto, era el goce más fino,
era un contacto con algo divino.
Era solemne, era casi sagrado,
era un placer de lo más elevado.

Flautas, violines, trompetas, platillos,
sonaban entre corbatas, anillos,
entre bolsillos rellenos de plata,
entre las llaves de algún colachata.

Entre collares, pelucas, colgantes,
entre tapados de piel, entre guantes;
entre abogados y algún escribano
y dos o tres profesoras de piano.

La gente oía con mucho entusiasmo:
estaban todos al borde del pasmo.
Es que la música seria, la fina,
le pone a uno la piel de gallina.

Era profundo, era algo sublime.
Decime vos, si no es cierto, decime,
si el director a pesar de ser joven
no era la imagen del propio Beethoven.

Era el edén para los que asistían:
sonaba justo como ellos querían,
sonaba tan culto, tan elevado,
que tuvo un triste fatal resultado.

Porque de a poco la gente ascendía
bajo el efecto del arte, subía.
Iban en busca quizás de la altura
correspondiente a esa música pura.

Y las butacas quedaron vacías:
toda la gente subía y subía,
siempre más alto en el aire tomado
por aquel arte supremo elevado.

Mientras la orquesta seguía tocando,
toda la gente se iba estrellando
casi a la vez la cabeza en el techo,
quedaban todos los cráneos deshechos.

Y por la fuerza de los cabezazos
se fue cayendo el teatro a pedazos.
Toda la orquesta quedó sepultada,
quedó enterrada, quedó mutilada.

Y los oyentes seguían sin pausa
subiendo, pero ya por otra causa:
ya no era el arte que los elevaba,
era la Muerte que se los llevaba.






8. Juan José Morosoli

Los carboneros
Por la noche veíamos el resplandor rojizo de las hornallas y el humo liviano y azulino de la "quema", subir suavemente a las estrellas.

Adivinábamos las figuras negras y apresuradas como hormigas de los cuidadores de "las bocas".

Algunas noches la música de un acordeón, lejano y leve como el humo, parecía salir del horno mismo y quedarse vagando por el monte.

Los carboneros eran los dueños del humo de la noche, de las bocas con fuego de las hornallas, de la música del acordeón vagabundo. Del monte entero donde de hora en hora cantaba algún pájaro sin sueño.

Deseábamos ser carboneros como aquellos hombres.

Un atardecer sin luz, cruzado de garúas, nos acercamos a ellos.

Sus chozas estaban mojadas. En el piso de barro hacían equilibrio míseros catres de guascas.

Vestían ropas absurdas y calzaban tamangos de lona. En sus caras erizadas de barba ardían los ojos febriles.

− Hace noches que vigilan, defendiendo su tesoro de vientos y lluvias −dijo mi padre…

Fogones abandonados rodeados de huesos iban señalando su camino de conquistadores de la selva…

Pensamos en las noches de sus chozas con barro y sin luz. En sus catres sin calor. En la vigilia entre garúas y vientos.

El calor de los viejos troncos que ardían bajo el retobo de barro de los hornos no sería para ellos.

Desde ese día dejamos de envidiarlos.

Empezamos a quererlos.



La industria


Mojarra se crió solo. El campo y los cerros con su almanaque de plantas le enseñaron las cuatro estaciones. Sabe caminar fuera de los caminos sin perderse. Aprendió cosmografía buscando la huella más corta, cuando se hallaba lejos del pueblo, pues es arriba y no abajo que hay que mirar para encontrar el rumbo seguro. Supo cuando la lluvia estaba cerca, viendo el trajín de las hormigas y oyendo cantar a los horneros. Observando la marcha del ganado llanero que busca el abrigo de las quebradas, conoció el rumbo del viento antes de que éste llegara. Tiene un valor sereno que le ha nacido en los silencios de la sierra, creciéndole pecho adentro.
Ahora es calagualero. Él fue el que creó la profesión, porque ser calagualero es una profesión.
Caminaba por el pueblo vendiendo plantas, cuando encontró un hombre que buscaba comprarlas.
¿Usted puede venderme muchas plantas como ésa?−. Era una calaguala gigante, de ancha hoja verdinegra.
Miles.
Mojarra ya no recogió sino calagualas. Hacía mazos que enviaba a la ciudad. Allí las ponían en los grandes ramos que las gentes ricas pagaban muy caros. Recogiéndolas de distintos lugares las lograba de distintos tonos. 
Del abra soleada, las verdes luz. De la musguera en sombras, los verdes hondos. Es un pintor que pinta con ramas.
Los yuyeros se asombraron al principio. Luego supieron el destino de aquellos miles de mazos que Mojarra traía de la sierra.
Al fin fueron muchos los que comenzaron a cruzar quebradas y torrentes y volvían con los carritos pertigueros llenos de plantas. Mojarra había inventado una industria.
Familias enteras vivían de aquellas plantas que la ciudad compraba para adornarse.
(…)


El texto es un fragmento del cuento “La industria” del libro Perico del escritor uruguayo Juan José Morosoli.

Lexicografía

cosmografía
f. Descripción astronómica del mundo.
trajín
m. Acción de trajinar. (Verbo transitivo. Acarrear o llevar género de un lugar a otro. )
calaguala
 f. Helecho de la familia de las polipodiáceascon hojas rastrerasensiformeslisasde unos 80 cm de longitudraíz     rastrera y  duray que se emplea en medicina.
abra
f. Arg., Bol., Chile, Col., C. Rica, Ec., Hond., Méx., Nic., Par. y Ur. Espacio desmontadoclaro en un bosque.
quebrada
f. Am. Arroyo o riachuelo que corre por una quiebra.
pértigo
m. Lanza del carro. (lanza: f.  Vara de madera que,  unida por uno de sus extremos  al juego delantero de un carruajesirve  para  darle direccióny a cuyos lados se enganchan  las caballerías del tronco,  que han de hacer el tiro.)



La lluvia
Juan José Morosoli
Ver llover allí, en aquella chacra, era una cosa que causaba placer. Un placer tranquilo que aún me alegra.

No olvidaré nunca aquella mañana. Hasta aquel día no había sentido la emoción de la lluvia. Me parecía que el campo y el árbol y yo éramos felices de la misma manera: quedándonos quietos y dejándonos penetrar por aquella música mansa y aquella lluvia lenta que caía sin interrupción.

A mi hermana le gustaba mucho jugar a las casitas. Con cuatro palos, algunos cueros y unos mazos de paja mansa, había construido la suya. Era una vivienda como la de los indios.

El agua vino despacio. La sentimos llegar. La vimos venir, borrando cerros, y dejando todo detrás de su vidrio esmerilado. Las gallinas corrían apresuradas y ganaban hornos y graneros. Lejanos cantos de aguateros y alborozados gritos de teru-terus confirmaron la presencia lejana de la lluvia. Unos horneros vinieron hasta donde nosotros. Los vimos volar y luego detenerse en la horqueta de un árbol. Habían elegido hogar. Cuando llegaron las primeras gotas, picotearon la tierra y trajeron una mota en el pico. Colocaban la piedra fundamental de su casa.

Las gentes del pago comenzaron a llegar a los ranchos. Venían a jugar a las cartas. La lluvia creaba una sociedad candorosa, sencilla y feliz.

Desde los cerros comenzaban a bajar pequeñas corrientes. En las quebradas nacían cañadas. Al campo le nacía un sistema de venas. Mirando éste, recién comprendí el mapa con los azules nervios de sus ríos dibujados.

Sobre los cueros llovía lentamente. Aquel asordinado tambor nos iba invadiendo. De tarde mi hermana volvió a la casita. Quería pasar la tarde con las niñas de la chacra jugando a las abuelas.

Quería hacer cuentos de su juventud y me pedía a mí que me portara mal así podía decir a cada rato que los hijos daban mucho trabajo.

Mi hermana –la abuela- tenía doce años.

Aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.



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9. ANÓNIMO EGIPCIO


    Osiris era el hijo mayor de Nut, la diosa del Cielo, y de Gueb, el dios de la Tierra.
  Se dice que fue el primer rey de Egipto, hasta el día en que la desgracia cayó sobre él.
Seth envidiaba a Osiris, su hermano. Durante una fiesta retó a los invitados a que entrasen en un cofre. Osiris se introdujo en él y la tapa se cerró... ¡Osiris cayó en su trampa! Y Seth hizo tirar el cofre al Nilo y se apoderó del trono.
Isis, la mujer de Osiris, encontró el cadáver de su esposo y lo escondió. Pero el malvado Seth se apoderó de él, cortándolo esta vez en catorce pedazos, que esparció en la corriente del Nilo.
Tras una larga búsqueda, la diosa hechicera Isis recuperó los pedazos y pacientemente los unió. Con la ayuda de Anubis, el dios de los embalsamadores, le devolvió la vida a Osiris, que se convirtió en el dios de los muertos en el Más Allá. ¡Isis jamás volvió a reunirse con su esposo en la tierra!
Sin embargo, hubo venganza. Su hijo Horus, el dios con cabeza de halcón, se enfrentó a Seth en terrible combate, venciendo y reconquistando el reino de su padre.


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10. Mario Benedetti




El puercoespín mimoso
(Despistes y franquezas, 1989)

      —Esta mañana —dijo el profesor— haremos un ejercicio de zoomiótica. Ustedes ya conocen que en el lenguaje popular hay muchos dichos, frases hechas, lugares comunes, etcétera, que incluyen nombres de animales. Verbigracia: vista de lince, talle de avispa, y tantos otros. Bien, yo voy ahora a decirles datos, referencias, conductas humanas, y ustedes deberán encontrar la metáfora zoológica correspondiente. ¿Entendido?
      —Sí, profesor.
      —Veamos entonces. Señorita Silva. A un político, tan acaudalado como populista, se le quiebra la voz cuando se refiere a los pobres de la tierra.
      —Lágrimas de cocodrilo.
      —Exacto. Señor Rodríguez. ¿Qué siente cuando ve en la televisión ciertas matanzas de estudiantes?
      —Se me pone la piel de gallina.
      —Bien. Señor Méndez. El nuevo ministro de Economía examina la situación del país y se alarma ante la faena que le espera.
      —Que no es moco de pavo.
      —Entre otras cosas. A ver, señorita Ortega. Tengo entendido que a su hermanito no hay quien lo despierte por las mañanas.
      —Es cierto. Duerme como un lirón.
      —Ésa era fácil, ¿no? Señor Duarte. Todos saben que A es un oscuro funcionario, uno del montón, y sin embargo se ha comprado un Mercedes Benz.
      —Evidentemente, hay gato encerrado.
      —No está mal. Ahora usted, señor Risso. En la frontera siempre hay buena gente que pasa ilegalmente pequeños artículos: radios a transistores, perfumes, relojes, cosas así.
      —Contrabando hormiga.
      —Correcto. Señorita Undurraga. A aquel diputado lo insultaban, le mentaban la madre, y él nunca perdía la calma.
      —Sangre de pato, o también frío como un pescado.
      —Doblemente adecuado. Señor Arosa. Auita, el fondista marroquí, acaba de establecer una nueva marca mundial.
      —Corre como un gamo.
      —Señor Sienra. Cuando aquel hombre se enteró de que su principal acreedor había muerto de un síncope, estalló en carcajadas.
      —Risa de hiena, claro.
      —Muy bien. Señorita López, ¿me disculparía si interrumpo sus palabras cruzadas?
      —Oh, perdón, profesor.
      —Digamos que un gángster, tras asaltar dos bancos en la misma jornada, regresa a su casa y se refugia en el amor y las caricias de su joven esposa.
      —Este sí que es difícil, profesor. Pero veamos. ¡El puercoespín mimoso! ¿Puede ser?
      —Le confieso que no lo tenía en mi nómina, señorita López, pero no está mal, no está nada mal. Es probable que algún día ingrese al lenguaje popular. Mañana mismo lo comunicaré a la Academia. Por las dudas, ¿sabe?
      —Habrá querido decir por si las moscas, profesor.
      —También, también. Prosiga con sus palabras cruzadas, por favor.
      —Muchas gracias, profesor. Pero no vaya a pensar que ésta es mi táctica del avestruz.
      —Touché.



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Algo de poesía 

La emoción de la música  y la poesía


Romancero español


ROMANCE DEL PRISIONERO 

Que por mayo era, por mayo, 
cuando hace la calor, 
cuando los trigos encañan 
y están los campos en flor, 
cuando canta la calandria 
y responde el ruiseñor, 
cuando los enamorados 
van a servir al amor; 
sino yo, triste, cuitado, 
que vivo en esta prisión; 
que ni sé cuándo es de día 
ni cuándo las noches son, 
sino por una avecilla 
que me cantaba el albor. 
Matómela un ballestero; 
déle Dios mal galardón. 



ROMANCE DEL ENAMORADO Y LA MUERTE 

Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía, 
soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía. 
Vi entrar señora tan blanca, muy más que la nieve fría. 
—¿Por dónde has entrado, amor? ¿Cómo has entrado, mi vida? 
Las puertas están cerradas, ventanas y celosías. 
—No soy el amor, amante: la Muerte que Dios te envía. 
—¡Ay, Muerte tan rigurosa, déjame vivir un día! 
—Un día no puede ser, una hora tienes de vida. 
Muy deprisa se calzaba, más deprisa se vestía; 
ya se va para la calle, en donde su amor vivía. 


—¡Ábreme la puerta, blanca, ábreme la puerta, niña! 
—¿Cómo te podré yo abrir si la ocasión no es venida? 
Mi padre no fue al palacio, mi madre no está dormida. 
—Si no me abres esta noche, ya no me abrirás, querida; 
la Muerte me está buscando, junto a ti vida sería. 
—Vete bajo la ventana donde labraba y cosía, 
te echaré cordón de seda para que subas arriba, 
y si el cordón no alcanzare, mis trenzas añadiría. 

La fina seda se rompe; la muerte que allí venía: 
—Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida. 

Eduardo Darnauchans



                                                     Leda Valladares y     María Elena Walsh
   Cristina Fernández y Washington Carrasco




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Federico García Lorca   
                      España: 1898-1936
                      Si mis manos pudieran deshojar

Yo pronuncio tu nombre 
en las noches oscuras,
cuando vienen los astros

a beber en la luna

y duermen los ramajes

de las frondas ocultas.

Y yo me siento hueco

de pasión y de música.

Loco reloj que canta

muertas horas antiguas.



Yo pronuncio tu nombre,

en esta noche oscura,

y tu nombre me suena

más lejano que nunca.

Más lejano que todas las estrellas

y más doliente que la mansa lluvia.



¿Te querré como entonces

alguna vez? ¿Qué culpa

tiene mi corazón?

Si la niebla se esfuma,

¿qué otra pasión me espera?

¿Será tranquila y pura?

¡Si mis dedos pudieran

deshojar a la luna! 


10 de noviembre de 1919. (Granada.)


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                       Líber Falco                                


Extraña compañía
                                A Arturo Sergio Visca
Porque estoy solo a veces,
porque sin Dios estoy, sin nada,
ella viene y muestra su rostro y ríe
con su risa helada.
Viene, golpea en mis rodillas,
huye la tierra entonces
y todo acaba sin memoria, y nada.

Sin embargo, con ella a mi costado
yo amé la vida, las cosas todas;
lo que viene y lo que va.
Yo amé las calles donde,
ebrio como un marino,
secretamente fui de su brazo.

Y a cada instante, siempre, en cada instante
con ella a mi costado,
del mundo todo, de mis hermanos
lejano y triste me despedía.

Mas tocaba a veces la luz del día.
Con ella a mi costado,
ebrio de tantas cosas que el amor nombraba,
como a una fruta
tocaba a veces la luz del día.

Y era de noche a veces y estaba solo,
con ella y solo;
pero la muerte calla
cuando el amor la ciñe a su costado.

Oh triste, o dulce tiempo cuando acaso
velaba Dios desde muy lejos.
Mas hoy ha de venir y ha de encontrarme solo,
ya para siempre desasido y solo.


Despedida
                        A mis compañeros y compañeras de Corrección
                                                      y Talleres del diario Acción
La vida es como un trompo, compañeros.
La vida gira como todo gira,
y tiene colores como los del cielo.
La vida es un juguete, compañeros.

A trabajar jugamos muchos años,
a estar tristes o alegres, mucho tiempo.
La vida es lo poco y lo mucho que tenemos;
la moneda del pobre, compañeros.

A gastarla jugamos muchos años
entre risas, trabajos y canciones.
Así vivimos días y compartimos noches.
Mas, se acerca el invierno que esperó tantos años.

Cuando el sol se levanta despertando la vida
y penetra humedades y delirios nocturnos,
¡cómo quisiera, de nuevo, estar junto a vosotros
con mi antigua moneda brillando entre las manos!

Mas, se acerca el invierno que esperó tantos años.
Adiós, adiós, adiós, os saluda un hermano
que gastó su moneda de un tiempo ya pasado.
Adiós, ya se acerca el invierno que esperó tantos años.


Luna
Tan perfecta y blanca.
¡Tan alta!
Tan lejana y blanca.

Lejos de la muerte,
y de la vida lejos.
Lejos de los llantos.
De las risas, lejos.
¡Tanto!

No sabe esta luna
cómo todo es triste.
Cómo es bello el mundo
y la misma muerte acaso,
acaso, es volver sin irse.

Sola arriba, sola.
Tan perfecta y blanca.
¡Tan alta!
¡Tan lejos de todo!

Nada arriba, nada.
Ella sola y nada.


Biografía
Yo nací en Jacinto Vera.
Qué barrio Jacinto Vera.
Ranchos de lata por fuera
y por dentro de madera.
De noche blanca corría,
blanca corría la luna,
y yo corría tras ella.
De repente la perdía,
de repente aparecía,
entre los ranchos de lata
y por dentro de madera.

Ah luna, mi luna blanca.
¡Luna de Jacinto Vera!


III
Fuera locura pero hoy lo haría:
Atar un moño azul en cada árbol.
Ir con mi corazón de calle en calle.
Decirle a todos que les quiero mucho.
Subir a los pretiles,
gritarles que les quiero.

Fuera locura,
pero hoy lo haría.



Invitación

Tengo un atajo en el cielo
por donde sólo yo paso.
Pero hoy tú vendrás conmigo,                                                conmigo vendrás del brazo.
Tú, muchacha, y mis amigos,todos iremos del brazo.

Tengo un atajo en el cielo.
Vendrás tú, iremos todos.
Todos iremos del brazo.






                          Abel García y Gupo vocal Universo

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 Ruben Lena

A don José

Ven a ese criollo rodear, rodear, rodear...
Los paisanos le dicen: -Mi general.
Va alumbrando con su voz la oscuridad
y hasta las piedras saben adonde va.
Con libertad, ni ofendo ni temo.
¡Qué don José!
Oriental en la vida y en la muerte también.
Ven a los indios formar el escuadrón
y aprontar los morenos el corazón.
Y de fogón en fogón se oye la voz:
-Si la patria me llama aquí estoy yo.
Con libertad, ni ofendo ni temo.
¡Qué don José!
Oriental en la vida y en la muerte también.

(Tomado de "Cancionero de LOS OLIMAREÑOS", selección de Rubén Lena, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, Marzo de 1984)

                                                                                  
               PECHO E FIERRO
                                                                                            LOS OLIMAREÑOS

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Ruben Blades



El Padre Antonio y el Monaguillo Andres


Música y letra: Rubén Blades


El Padre Antonio Tejeira vino de España, 
buscando nuevas promesas en esta tierra. 
Llegó a la selva sin la esperanza de ser obispo,
y entre el calor y entre los mosquitos habló de Cristo.

El padre no funcionaba en el Vaticano, 
entre papeles y sueños de aire acondicionado; 
y fue a un pueblito, en medio e’  la nada
a dar su sermón, cada semana, 
pa’ los que busquen la salvación.

Oh, Oh, Oh, Oh...

El niño Andrés Eloy Pérez tiene 10 años. 
Estudia en la elementaria "Simón Bolívar".
Todavía no sabe decir el Credo correctamente; 
le gusta el río, jugar al fútbol y estar ausente.

Le han dado el puesto en la Iglesia de monaguillo
a ver si la conexión compone al chiquillo; 
y su familia está muy orgullosa, porque a su vez se cree 
que con Dios conectando a uno, conecta a diez.

Suenan la campanas, un, dos, tres,
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés
Suenan la campanas, otra vez, oh, oh
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés... Andrés.

El Padre condena la violencia.
Sabe por experiencia que no es la solución.
Les habla de amor y de justicia, 
de Dios da la noticia brillando en su sermón;

Al Padre lo halló la guerra un domingo en misa, 
dando la comunión en manga de camisa. 
En medio del Padre Nuestro entró el matador 
y sin confesar su culpa le disparó.

Antonio cayó, hostia en mano y sin saber por qué
Andrés se murió a su lado sin conocer a Pelé; 
y entre el grito y la sorpresa, agonizando otra vez 
estaba el Cristo de palo clavado a la pared.

Y nunca se supo el criminal quien fue 
del Padre Antonio y su monaguillo Andrés.
Pero suenan las campanas, un, dos, tres,oh, oh...
por el Padre Antonio y su monaguillo Andrés

Coro:
Suenan las campanas...
Soneos: 
Tierra va a temblar
Por mi América
Oh Virgen Señora
¿Y quién nos salva ahora?
Centroamericanas
Óyelas llamando
Por mi tierra hermana
Gente despertando
De Antonio y Andrés
Oyela otra vez
Gente celebrando
Nueva nueva andando
Centroamericanas
Vamos que nos llaman
Para celebrar
Nuestra Identidad
Por que un pueblo unido
No, no, jamás sera vencido
Por un cura bueno
De Arnulfo Romero
De la libertad

Por nuestra América




Fito Páez y Joaquín Sabina   


Llueve sobre mojado

Hay una lagrima en el fondo del río 
de los desesperados, 
Adán y Eva no se adaptan al frío 
llueve sobre mojado. 

Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
ya no sabe a pecado, 
bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
llueve sobre mojado. 

Al asesino de la cola del cine 
El Padrino Dos le ha decepcionado, 
Los violadores huyen de los jardines, 
Llueve sobre mojado. 
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
sueños equivocados, 
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
llueve sobre mojado. 


Y, después de llover, 
Un relámpago va 

deshaciendo la oscuridad 
con besos, que antes de nacer, 
morirán. 
Ayer Julieta denunciaba a Romeo, 
Por malos tratos, en el juzgado, 
cuando se acuestan la razón y el deseo 
llueve sobre mojado. 
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
cosas de enamorados, 
bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
llueve sobre mojado. 
La última guerra fue con mando a distancia, 
el dormitorio era un vagón de soldados 
por más que llueva y valga la redundancia, 
llueve sobre mojado. 
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
uno y uno son demasiados, 
bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
llueve sobre mojado. 
Y, al final, sale un sol 
incapaz de curar 
las heridas de la ciudad, 
Y se acostumbra el corazón 
a olvidar. 
Dormir contigo es estar solo dos veces, 
es la soledad al cuadrado, 
todos los sábados son martes y trece, 
todo el año llueve sobre mojado. 
Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
cada cual por su lado, 
bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, 
llueve sobre mojado 
Y... colorín colorado, 
este cuento se ha terminado.







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